«Inteligencia Emocional, la gran olvidada», por Paloma del Henar.
Os dejamos a continuación con el artículo que Paloma del Henar ha tenido el gusto de compartir con nosotros como parte de la campaña Persónate.
La inteligencia emocional resulta de tal importancia que puede ser considerada como el cimiento sobre el que se asienta la vida personal y profesional y, por tanto, también la de cualquier organización. La IE se manifiesta y percibe en todos los momentos de la vida de cada individuo y de la empresa en su conjunto, ya sea en su ámbito interno o en sus relaciones con el exterior.
Por esto mismo, sorprende comprobar que siga sin estar presente de manera reglada en la formación universitaria. En efecto, son excepcionales las Universidades que han incorporado el desarrollo de la inteligencia emocional a sus planes de estudio. Y, sin embargo, no hay duda de que la inteligencia emocional predice y condiciona el éxito de los comunicadores en cualquiera de sus actividades profesionales: “¿Predice mejor el éxitola InteligenciaEmocional(IE) que el Cociente Intelectual (CI) (…) El CI desempeña una función de clasificación a la hora de determinar qué trabajos puede realizar una persona. Sin embargo, contar con la suficiente inteligencia cognitiva para llevar a cabo un trabajo dado, no predice o indica en sí mismo si esa persona será un trabajador estrella o si ascenderá al nivel directivo, ni si ocupará puestos de liderazgo en su campo (…) En otras palabras, el CI sería un pronosticar más potente que la IE acerca del éxito de los individuos en sus carreras en estudios de grandes poblaciones porque clasifica a los individuos antes de embarcarse en una carrera, determinando qué campos o profesiones son los más adecuados. Pero cuando los estudios se llevan a cabo en el interior de un trabajo o profesión para determinar qué individuos sobresalen y quiénes son mediocres o fracasan,la IE demostrará ser un pronosticador mucho mejor del éxito que el CI” (Goleman y Cherniss, 2005: 57-60).
Con la formación en inteligencia emocional no se trata de hacer a la gente perfecta, sino de ayudar a cada individuo a que se conozca bien, a que aproveche las competencias en las que destaca y a adiestrarle para que vaya resolviendo poco a poco sus deficiencias emocionales o minimice su impacto.
Es decir, apuesta por la formación y gestión del capital emocional aquel que es consciente de que a través de los procesos comunicativos transmitimos y recibimos estados emocionales que resultan esenciales no sólo para el equilibrio personal sino también para las relaciones con los otros y, por tanto, para poder establecer vínculos eficaces (Merayo, 2007: 24).
Sorprende también que la mayor parte de los procesos de selección de personal sigan atendiendo únicamente al currículum del candidato –experiencia laboral y formación académica–, como si el coeficiente racional fuera por sí solo suficiente garantía de éxito. No lo es y, de hecho, los mejores pronosticadores de la eficacia profesional radican siempre en el grado de desarrollo de las competencias emocionales. “En todos los trabajos, las competencias emocionales predominan dos veces más entre las competencias identificadas que las habilidades técnicas y las puramente intelectivas combinadas. Cuanto más importante es la posición que se ocupa en una organización, más importancia tiene la IE: entre los que ocupan puestos de liderazgo, el 85% de sus competencias, pertenece al campo dela IE” (Goleman y Cherniss, 2005: 59).
Se explica así que los directivos no tengan habitualmente una inteligencia emocional bien adiestrada, o que el empleado –que respira a diario la cultura organizacional de su empresa, y que de un modo u otro absorbe el estilo del líder– acabe repitiendo comportamientos cuando es promovido a puestos de responsabilidad. Los jefes más eficaces son aquellos que cuentan con la habilidad de darse cuenta de cómo se sienten sus empleados en su situación laboral y de intervenir con eficacia cuando dichos empleados empiezan a sentirse desanimados o insatisfechos. Los jefes eficaces también son capaces de manejar sus propias emociones, con el resultado de que los empleados confían en ellos y se sienten bien al trabajar a su lado. En pocas palabras, los jefes cuyos empleados se quedan son aquellos que dirigen con inteligencia emocional (Goleman y Cherniss, 2005: 37).
Las compañías que recurren a consultores gerenciales y que apuestan por la formación en comunicación de sus empleados no lo hacen porque les sobre el tiempo ni el dinero, sino porque son conscientes de que en el centro de la actividad productiva está siempre la comunicación. Mejorando los flujos de comunicación se mejora la competitividad en la misma medida en que aumenta la confianza que cada empleado –y por ende, la organización en su conjunto– es capaz de generar.
Desde que en 1975 David McClelland propusiera por vez primera el concepto de competencia, se sabe que los trabajadores sobresalientes se distinguen precisamente porque demuestran haber desarrollado un amplio abanico de competencias emocionales, más que por las de carácter cognitivo (McClelland, 1973: 1-14). La formación en comunicación está en el centro del desarrollo de las competencias emocionales, ya sea formación para la comunicación cara a cara (ventas, negociación, alianzas estratégicas…), comunicación en pequeños grupos (persuasión, liderazgo, resolución de conflictos, trabajo en equipo…) o ante auditorios numerosos (imagen pública, prestigio corporativo, presencia y visibilidad…). Todo ello se traduce inmediatamente no sólo en una mejor imagen de la organización sino en algo trasversal y mucho más decisivo: la reputación corporativa.
Extracto del artículo publicado en Textual & Visual Media: revista de la Sociedad EspañolaPeriodística, Nº. 3, págs. 131-150, 2010. (ISSN 1889-2515).
Sánchez Cobarro, Paloma del Henar y Merayo, A.